Los olores. Siempre los aromas como detonadores salvajes de la memoria. La primera vez que charlamos, en el restaurante Zaldiaran de Vitoria, Michel Bras (75) me habló de la corteza de pan tostado que untaba cada mañana en el café del desayuno antes de ir a la escuela. Comimos juntos un menú del día en el Bustinzuri (lentejas, revuelto de bonito y ajetes; Los Guaranís le pareció caro para su brigada) y, con el café, el cocinero botánico que extrajo poesía en colores del granítico y despoblado paisaje de Laguiole, me regaló el gesto: permaneció extasiado aspirando el aroma de una empapada miga de pan con los ojos cerrados tras sus doradas gafas de naturalista...
Hace unos días, en Andorra la Vella, a donde acudió para encabezar el emergente movimiento de los cocineros de montaña, pura «comida de necesidad», el hijo del herrero de Gabriac y de Memé Bras, la dueña de la fonda del pueblo, volvió a activar el evocador resorte del olfato.
«Como sabe, soy maratoniano. He corrido durante 50 años de mi vida. Pero aún recuerdo la primera vez que, trotando en L' Aubrac bajo un cielo plomizo, pesado, olí el aroma de la Reina de los prados (la flor donde se encontró el principio activo de la aspirina). Era un olor a almendras amargas, potente, denso. Creí que alguien muy perfumado me seguía. Volví sobre mis pasos, la olisqueé. Quise llevar ese olor a casa, fijarlo para siempre en una crema helada porque antes que cocinero quise ser científico. Lo vegetal es mi mundo. El hecho de vivir en un desierto de basalto y granito me hizo descubrir lo esencial de las cosas y me obligó a saber quién soy. En mi tierra, si no disfrutas del color de una flor, del silencio o de los tonos del cielo, sólo te queda morir», cabecea Bras entre los bosques de abetos rojos de Andorra, cuyas piñas convierten los paisanos en néctum, en miel.
Tan presente tuvo siempre sus orígenes, ese desierto de basalto colonizado por arbustos olorosos y matojos, que cuando abrió su restaurante (Le Suquet, 3ª estrella en 1999), Bras quiso que la silueta de aquel edificio futurista recordara a los 'burons', las casas de los pastores de L' Aubrac.
La yerbera de Atacama nació de pie
Junto al edificio queda para la historia de la gastronomía el valor de servir ¡en 1978! el primer menú 100% vegetal y platos como el Gargouillou de jeunes légumes (1980) o el Coulant de chocolat (1981) o . Tela.
«Hay que volver a la montaña, reencontrarse con la Naturaleza, observarla, mirarla, porque da sentido a nuestras vidas. Quisiera que mis colegas se detuvieran y aprendieran a escucharla, que estén más pendientes de la Naturaleza que de las redes sociales», animó Bras en Andorra Taste, el Congreso de Gastronomía de Alta Montaña organizado por Vocento.
Allí, Bras se convirtió en ariete de un manifiesto que pretende rescatar el valor de estos platos de resistencia y de sus productores. «La cocina de montaña es muy inteligente: es la que mejor gestiona, la que menos desperdicia y la que más valora los recursos del entorno ya que nace de la búsqueda del máximo aprovechamiento».
Que se lo digan a Pati Pérez, yerbera de la etnia lickanantai, chamana, yatiri y curadora de almas, que nació de pie y recolecta hierbas, frutillos, bayas y perfumadísimas y diminutas rosas del año en el desierto de Atacama, a 4.000 metros de altura, a los pies del volcán Licancabur, donde pueden pasar 400 años sin llover. La atacameña limpia el desierto y seca y envasa yerbas mágicas y poderosas como la rica rica, la chachacoma («olerla ayuda en los ataques de pánico») o la huira-huira en su Almacén Ancestral: algunas de sus preparaciones desembocan en el Boragó, del chef peruano Rodolfo Guzmán, tejedor de una red de oficios perdidos y rescatador de productos en trance de desaparición.
En Andorra se comía arroz con ardillas y pájaros y hasta el urogallo iba a la cazuela
Diego Herrero Montes (50), baracaldés del barrio de San Vicente, es otro cocinero de altura. Su Vidocq -apellido de un novelesco crápula francés, convicto, espía y creador de la Sûreté Nationale- está a 1.550 metros, en Formigal. Este pionero del skate y del snow, viajero por el Sudeste asiático (dos años con 5.200 € de presupuesto y empleándose de marmitón por la comida), es un superviviente de libro. Formado a las haldas de su abuela Catalina y en El Segoviano de Castro Urdiales (¡sus jornadas de caza!) y coleccionista de cartas birladas, estuvo al frente de las brigadas de las cafeterías de Formigal hasta que abrió su txokito (20 pax). Allí pone en el plato el exotismo de sus aventuras junto a sus paseos pirenaicos: curry Massaman, arroz de Alcolea del Cinca, babaganuch, guisos melosos de ternera del Tena... ¡y que no falte la cebolla porreta! «Soy muy pirata: todo lo que he vivido, todo lo que he comido, todo lo que recolecto... lo llevo a Vidocq».
En este tipo de encuentros uno se topa siempre con personajes de libro: como el cocinero y concejal de Cultura y Turismo Miquel Canturri (59), jovial chef de Mínim's (no confundir con Maxim's). Mentó platos de hambre, desterrados hoy del recuerdo, como los arroces de ardilla o de esquirols (pajaritos) o el guiso del casi extinto urogallo y otras recetas quitahambres como la arengada (con sardinas prensadas en barril, señal también en tiempos del maquis de la presencia en los valles de la pareja de la Guardia Civil), el exquisito trinxat (patata, col y tocino), la escudella de congrio seco de Muxia, las autóctonas truchas fario o la anual espera de los andorranos para comer en cuadrilla los guisos del preciado y montaraz sarrio (rebeco pirenaico).
Asoman en el relato, de la mano del riojano Francis Paniego (en Ibaya, topónimo vasco bien presente en Ezcaray), las tremantaires (mujeres que sangraban los pinos), la ratafía, licor que se hacía con nueces tiernas, las sopas de ortigas, las truchas con jamón... «Tratamos de construir el alma de la cocina andorrana con esos ingredientes», subrayó Paniego.
Sobrasada y pâté en croûte en la borda
Canturri quiere reeditar el libro de recetas de su abuela María Montaña, prologado por Néstor Luján, rebosante de pasteles y galantinas, esas delicias galas que tan bien elabora el enorme Albert Boronat (en el enclave de Ambassade de Llívia) con su Pâté en Croûte con foie gras de pato que acompañó al menú de sobrasada templada, pollo de payés al horno y Baba, ron y nata servidos en la borda Les Pardines 1819, de los hermanos Puy en Encamp, que han abandonado el cultivo del tabaco para sacar embutidos, pollos y corderos al comedor de la casona del abuelo Jacint.
Hay lugar para todos y cada uno. Para la visión nórdica de Victoria Keremer, para la aparente sencillez de Ana Ros o para la cabeza de atún rojo de 32 kilos asada 4 horas y rustida con salsa teriyaki de la que Nandu Jubany extrajo grasa de las órbitas, cachetes, gelatinas, carrilleras, entresijos... aliñando luego ese plato que sirve en bodas con encurtidos y piparras. También para la «cocina de paisaje y de paisanaje» del inquieto y perspicaz Nacho Manzano y para los gélidos y evocadores cócteles helados de saúco de Oriol Castro (Disfrutar) que armó un prodigio mágico y onírico: La Nieve, comer hielo rallado en un artefacto nipón junto a un conjunto de ramas y arbustos quemados con soplete, ardientes como zarzas y contundente metáfora de los glaciares menguantes.
Andorra Campo base de los cocineros de altura - El Correo
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