«Hoy no hay recetas», anunció un compungido Koldo Royo. El cocinero vasco instalado en Mallorca, con sus estrellas Michelin en los galones y famoso ahora por su canal en Instagram, compartía el dolor por la muerte de un colega, Sebastián Femenias, al que mataron al salir de una discoteca en Cala Major. Una de esas patadas en la cabeza que todos hemos presenciado alguna vez a esas horas infaustas en que no se nos ha perdido nada. Femenias perdió la vida. Era joven. Era cocinero. Descanse en paz.
Debemos mucho a los cocineros. Siempre. Lo sabe quien ha pasado por una cocina profesional, esas bambalinas de la gastronomía sin aplausos al final. Sin ventanas. Sin estaciones. A sangre y fuego. En el menor número de metros posibles. Sin espacio tampoco para una flor, para una foto familiar: en la cocina solo entra lo práctico. Y un mundo solo práctico puede hundirte. Demos las gracias a los cocineros. A las cocineras.
Más aún ahora que regalan su savoir faire a través de las redes sociales. Cuántas noches de mal dormir me habrán salvado, por ejemplo, las elaboradas recetas de Esbieta, con ese arte para amasar harina y agua hasta conseguir el panetone perfecto. Aunque creo que fue con la receta del pandoro donde casi alcanzo algo parecido a esa paz a la que te lleva el yoga nidra. Casi media hora de amasados y estiramientos al detalle que la han llevado a sumar casi tres millones de suscriptores en YouTube.
Gracias, cocineros, aunque por vuestra ‘culpa’ cada vez se demore más el momento de levantarme de la cama. Porque cuando suena el gallo toca rellenar el reto de Wordle, librar algunas partidas de ajedrez online, celebrar el nuevo día con mi maridita y revisar las nuevas recetas de estos influencers con mandil.
Quizá el primero al que seguí con fidelidad masónica fue a Rafa Antonín o Rafuel. Me conquistaron sus tortillas con cebolla y queso Arzúa. Su manera de cuajarlas y de inventarse rellenos. Porque estos cocineros son un antídoto contra el pensamiento único y monolítico, contra el castellano cerril que llevamos dentro. Sin perder el hilo que te une a la tradición, son capaces de darle una nueva vida a productos que hasta entonces sonaban a rancio.
«Olvidan que las primeras paellas valencianas no se hacían con conejo y pollo de corral, sino con ratas de monte»
Es el mérito de ciertos innovadores. Pienso en el César Manrique de Lanzarote: fue el único que logró convertir la entonces considerada basura volcánica, de nombre nada eufónico como malpaís, en orgullo local y principal reclamo turístico. Espíritus libres y creativos en las antípodas de los talibanes de la cuchara de palo, aquellos que ponen el grito en el cielo ante la mínima variación de lo que asumen como la sacrosanta receta original. Olvidan que las primeras paellas valencianas no se hacían con conejo y pollo de corral, sino con ratas de monte.
Ahí estaba el pobre Mikel Iturriaga, alias El Comidista, insistiendo en que para él un «gazpacho» es una emulsión de tomate aliñado que puede incorporar otros ingredientes y que luego estaba el gazpacho andaluz y que ‘haiga’ paz. Gipsy Chef, en cambio, con la piel tan curtida como su voz, no se anda con melindres y no tiene reparos incluso en preparar una «paella francesa» con confit de pato. Con un par. Gracias a ti también, Pablo Albuerne: nunca pensé que un frasco de toda la vida podría dar tanto juego.
Ainhoa Aguirregoitia (Ainhoa Singular), Isaías Espinoza (Chef en proceso), Coco (Cocina con Conqui), los citados Koldo Royo y Rafuel, Eric Lahuerta, Beniamino Baleotti (Redellasfoglia) y muchos más. Que gracias y grazie. Os queremos vivos.
Muerte de un cocinero, por Eduardo Laporte - The Objective
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