A una hora indeterminada de la mañana, aparecía cada día en la cocina para supervisar el trabajo y saludar a la brigada. “El jefe, el jefe”, nos avisábamos en voz baja para que todo estuviera en orden a su entrada. El Jefe, con mayúscula y siempre de usted, era Luis Irizar, y así le llamamos quienes tuvimos la suerte de ser sus pupilos.
El pasado jueves, la noticia de su muerte a los 91 años en San Sebastián encendía una larga mecha de reacciones en el mundo de la gastronomía. No era para menos. No solo por su larga carrera como chef, director de hotel y formador, sino por su enorme humanidad: Irizar era muy buena gente.
Si contempláramos su inmensa carrera con los ojos de este siglo XXI en el que los chefs son las nuevas estrellas del rock, lo reconoceríamos como un verdadero fenómeno. Pero este hijo del caserío donostiarra Buenavista de Igeldo desarrolló su trayectoria profesional lejos de los focos, como las décadas de los años cincuenta a los noventa dictaban.
Educado durante varios años en seminarios guipuzcoanos, empezó a trabajar de marmitón y aprendiz en el hotel María Cristina de San Sebastián. Allí, entre fogones de carbón, descubrió el gusto por la profesión. Como buen culo inquieto, según se define en su libro Maestro de maestros (Abalon Books), fue encadenando destinos que le llevaron al restaurante Jockey de Madrid, al Monte Igueldo de San Sebastián, al Carlton de Biarritz y a los hoteles California y Royal Monceau de París.
En 1958, viajó a Londres para trabajar en un restaurante español, y fue contratado en 1963 en el hotel Hilton como segundo cocinero, ascendiendo pronto a primer chef. Esta etapa fue muy importante para Irizar, pues fue en el Hilton donde tomó buena nota del funcionamiento de una empresa hotelera y atesoró experiencia docente con la puesta en marcha del centro de formación de aprendices del establecimiento, dos campos que, años más tarde, resultarían claves en su carrera.
De vuelta a Euskadi, abrió con su compañera de vida, Virginia Alzugaray, el restaurante, bar y hotel La Central, en la localidad guipuzcoana de Lasarte. El salto a la gestión hotelera estaba servido. A comienzos de 1966, le ofrecieron la dirección general del hotel Euromar de Zarautz. Allí ejerció también la jefatura de cocina y acogió con ilusión la idea de los promotores de impulsar una escuela de cocina dentro de sus instalaciones.
La escuela Euromar fue un proyecto efímero, pero de gran trascendencia en la cocina vasca. Allí se formaron grandes profesionales como Karlos Arguiñano, Ramón Roteta o Pedro Subijana. Luis Irizar se convirtió así en la referencia en formación de chefs, maestro de maestros y padre de la Nueva Cocina Vasca.
Tras Euromar, puso en marcha el hotel Alcalá de Madrid, de nuevo como director de hotel y jefe de cocina de su restaurante Basque, una referencia durante años para los empresarios y políticos que pasaban por la capital. Allí vivió durante 20 años, compaginando durante un tiempo las tareas en el establecimiento hotelero con la gestión del restaurante Gurutze Berri, en Oiartzun. En 1975, seis años después de su apertura, recibió, junto con Xabier Zapirain, una estrella Michelín. Repetiría galardón años más tarde, en 1980 por su trabajo en su restaurante Irizar Jatetxea.
Tras la etapa madrileña, volvió a San Sebastián para culminar una idea que le rondaba la cabeza desde su etapa en el Hilton: abrir su propia escuela. En el curso 1992-93, la Escuela de Cocina Luis Irizar ya era una realidad.
Cocinó para aristócratas, políticos, millonarios y jefes de Estado, trabajó en banquetes espectaculares inimaginables hoy, pero decía que para agasajarle solo hacían falta un vaso de vino y un plato de queso.
Fue un hombre orgulloso de su familia, la de sangre y la que formó con sus alumnos y discípulos con los que mantuvo siempre una extraordinaria relación de cariño.
Agur, Jefe.
Marta Miranda Arbizu es cocinera, gastrónoma, creadora de contenidos digitales, autora de libros de cocina y Defensora del Cocinero de El Comidista.
Fallece Luis Irizar, maestro de cocineros y padre de la Nueva Cocina Vasca, a los 91 años - EL PAÍS
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