Los cocineros temen el riesgo porque abre el camino de la duda. A que el cliente exprese discrepancias y su universo se pliegue.
El riesgo implica dar voz al comensal porque puede poner en duda lo creado. El comensal dócil aprobará los platos dóciles. El cocinero audaz necesita comensales audaces. Solo así es posible el avance, eso tan oleaginoso que algunos llaman vanguardia.
Es lo que pienso al meterme en la boca una cucharada de arroz con espárragos verdes y café en el restaurante Ricard Camarena, en València, propiedad del chef con el mismo nombre.
Sé dónde estoy y sé a qué he venido y pienso que el café es dominante y amenazador, pero ¿tendría sentido este plato si no lo fuera?
Mi desacuerdo, por supuesto, no altera a Ricard (1974) y no debe hacerlo porque, entonces, dejaría de ser un cocinero osado. Pero acepta la disconformidad porque es educado y porque escucha. Dialogar se refiere a eso y no existe un lugar mejor para la comunicación que un restaurante.
Este es el quinto domicilio del cocinero, junto a su socia y pareja, Mari Carmen Bañuls: primero, la piscina de Barx (2001), a 80 kilómetros de València, su pueblo natal, donde ya sacudió mentes con prácticas de alta cocina en un lugar inverosímil; después, Arrop, en Gandia (2004), para llegar, con el mismo nombre, a un hotel de Valencia construido sobre piedras milenarias (2009); nueva mudanza, ya como Ricard Camarena, a la calle doctor Sumsi (2012), en el barrio de Russafa.
En el 2017 se plantó en el edificio de Bombas Gens, donde obtuvo la segunda estrella, junto a un museo de arte contemporáneo. Parece un vecindario coherente.
Le pregunto por la trompeta. Ricard fue trompetista semiprofesional y, antes, picapedrero, como el de cocinero, oficio de dedos; de dedos rotos si hubiera seguido con el pico.
La trompeta ocupa un estante de la biblioteca de este lugar precioso. Mate por el paso del tiempo, podría ser confundido con un adorno. Pregunto por qué no le sacan brillo: «Está bien como está». Nunca la ha vuelto a tocar: no quiere decepcionarse. Compró una trompeta de segunda mano durante la pandemia. Tampoco se la ha llevado a la boca.
Me interesa, mucho, lo que cocina pero también me atrae, mucho, lo que dice.
Hablamos sobre la perfección, una idea nociva: «El producto no es estándar, un día lo interpretas de una manera y otro, diferente. A lo mejor, en un servicio no está todo el equipo y quitas un plato del menú… O el plato que tú comes no es exactamente igual al que otra persona come en la mesa de al lado. No podemos hablar de estandarización, de réplicas exactas». La variabilidad, la improvisación, la intuición. La creatividad como un tren en marcha.
Soy un espectador, no he escrito la obra ni asistido a los ensayos ni actuado, de manera que ignoro cuán imperfecto, según el criterio de Ricard, es el tomate confitado en mantequilla de oveja, los cortes de atún curados sin sal durante seis meses (con una pasta de algarroba/arroz), la alcachofa con caldo cuajado de pollo, la gamba al ajillo con judía 'bobby' y yema, la cebolla con anguila ahumada y holandesa de levadura fresca y ese postre de berenjena frita con 'miso' que saca chispas del cerebro. Hay paella, por supuesto, una lámina de algarroba con 'socarrat' dulce.
A mí me parecen perfectos, como desasosegante es la quisquilla con cremoso de coco y caviar, tres grasas, tres luchadores en el cuadrilátero.
Los restaurantes son también espacios políticos –aunque los chefs se consideren neutrales–. Política es decir: «Tenemos una predisposición hacia lo vegetal, con un huerto propio desde hace 15 años, lo que nos vincula a los productores». Y: «Cocinamos con lo que tenemos y no con lo que querríamos tener». Y: «Hacemos los caldos con lo que hay en el restaurante. No se tira nada, solo el plástico y el cartón. Aprovechamos el 100%».
Y: «Solo damos cinco o seis servicios por semana, depende de si es verano o invierno». Porque es el equipo, las 21 personas que aparecen en la carta con sus nombres, lo que hay que preservar.
Ricard también piensa en su bienestar («la intensidad del trabajo; mi intensidad») y de qué manera encontrar momentos de liberación para que el quehacer no sea un yugo: «Me flipa lo que hago, pero tengo otras necesidades. Para seguir enganchado a esto tengo que reducir la carga de trabajo. Todos los años pienso en mi caducidad. Todos los años pienso en si será el último, lo que no significa que vaya a serlo».
Noticias relacionadasEsta conversación transcurre a las 12 del mediodía de un miércoles. Se ha levantado a las cuatro de la mañana para correr con un amigo por una sierra cercana a València: «22 kilómetros con un desnivel de mil metros».
En la cabeza, un frontal. En la cabeza, una luz.
Ricard Camarena, cocinero: "Todos los años pienso en mi caducidad. Todos los años pienso en si será el último" - El Periódico
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