Tetsuro Maeda, que trabajó 10 años en Etxebarri, rehabilita Mendi-Goikoa, un caserío de 300 años
«Empecé ayudando a Víctor con lechuga. Yo la limpiaba en el grifo y la preparaba. Pero no pasaba nada con la lechuga. Víctor me decía que esa no era la ensalada de Etxebarri. No había espíritu ni pensamiento en aquellas hojas de lechuga. Cuando empecé no sabía nada de eso. Víctor me enseñó a sentir cada hoja: crujiente o blanda, verde o amarilla... Eso es la cocina de Etxebarri. Tocar lo menos que puedas las cosas. Porque cada vez que las tocas quedan peor. Eso me repetía Víctor».
El japonés Tetsuro Maeda (Kanasawa, 37 años) ha pasado los diez últimos años de su vida trabajando codo con codo junto al parrillero Víctor (Bittor) Arginzoniz en la cocina de Etxebarri. Vive Tetsuro con su esposa Naomi y con Koharu, de seis meses, (Pequeña Primavera, «una palabra para el sol de otoño») en Muru, una borda de ganado de la familia Arginzoniz, del caserío Uru. Allí cría Tetsuro moñudas gallinas japonesas Sedosa («muy negras, hasta huesos son negros») y algún cabritillo.
Al lado pasta el caballo con el que, en ocasiones, bajaba a trabajar a Etxebarri, y medra una pequeña huerta que les abastece de verduras de temporada. En este cobertizo de piedra, que Tetsuro bautizó como Tetxubarri, ha dado el cocinero nipón alguna cena muy exclusiva. Para gastrónomos y personajes de postín, como Steve Plotnicki, fundador de la lista OAD, que cenó (asado y chorizos de un cerdo criado por Tetsuro) en 2019. «El restaurante más exclusivo del mundo: sólo se puede venir invitado».
Hace unas semanas que Tetsuro abandonó el ala tutelar de Víctor para montar su negocio en el antiguo caserío Mendi-Goikoa, en las faldas del Anboto. Tan cerca, pero tan lejos...
Tallado en la clave del arco se lee AÑO DE 1815, aunque un arquitecto japonés que ha visitado ya el caserío para acometer las reformas asegura que en la casona habría piedras colocadas hace tres siglos. O más. «A mi asador le llamaré Txispa», anuncia Tetsuro. «A veces hacía platos nuevos y se los enseñaba a Víctor. Los probaba. Me decía 'le falta chispa'. Siempre faltaba chispa», sonríe.
Tetsuro negocia la compra del caserío. Además de sus ahorros cuenta con el apoyo financiero de un paisano, un japonés al que acompañó a comer en 2020 al Ibai de Ordizia. «Al día siguiente venía a Etxebarri. Con covid iban a cerrar fronteras y no iba a poder pasar de provincia. Le invité a dormir en casa, de allí se puede ir andando a Etxebarri», dice. «Ahora me deja dinero. Más como banco que como socio o inversor», aclara Tetsuro, que estos años ha redondeado su economía como cicerone para nipones de paso por España. Periodistas, equipos de televisión y gastrónomos enamorados de la cocina del país han sido sus clientes. Tetsuro fue también cocinero privado (y amigo y confidente) del futbolista del Deportivo Alavés y Eibar Takashi Inui.
Mendi-Goikoa sirvió cientos de bodas. Un azulejo recuerda también que los Reyes Juan Carlos y Sofía y el lehendakari Carlos Garaikoetxea y su esposa Sagrario «almorzaron» allí en 1981. Cuando acabó su ciclo fue convertido en una especie de museo etnográfico vasco: viejas camas de barco, alacenas, fuelles, kaikus, cunas, vajillas de porcelana y peltre, menús en azulejos (aperitivo vasco, angulas, merluza koxkera, redondo, sufflé), se acumulan entre sus paredes. El trabajo para convertir este montón de objetos, piedras y madera en un asador deberá ser colosal, un esfuerzo hercúleo.
Tetsuro se ha traído ya a dos paisanos para ayudarle en la descomunal tarea de modernizar la reliquia. Son Kazuki, formado como agrónomo, e Hiroki, que fue cocinero en el restaurante Sugalabo Vestarán, en el edificio Louis Vuitton de Osaka. Ambos han roturado con sus manos y unos pocos aperos la huerta donde ya han plantado vainas, habas edamame, lechugas, puerros y tomates «de semillas que nos ha regalado un vecino, Pedro, maestro del tomate». Ambos componen una imagen singular, en cuclillas o doblados bajo las peñas grises de Anboto; en un prado, bajo los robles, pastan las siete búfalas de leche de Víctor.
–¿Tetsuro, por qué ha dejado Etxebarri?
–No tenía ganas de marcharme. Pero un día empezó a salir mi orgullo, mi personalidad... Quería hacer mis platos, mi cocina. Estuve 10 años en el restaurante de otra persona, que es Víctor. He intentado ser como su hijo, pero no lo soy. Como cocinero, fue como mi padre. Pero tenía que marchar. Aquí, en Txispa, me gustaría presentar mi vida. Soy una persona crecida aquí como un japonés y viviendo como un vasco. Quiero hacer cocina de fuego, con parrillas como Víctor. Limpieza japonesa y técnicas de cocción de aquí. Un menú único para 18-24 personas. ¡Veganos y vegetarianos que no vengan, ja, ja! Y que todos empiecen a la misma hora, al toque de esta campana. Una vez al mes, invitaré a mis vecinos del valle. El otro día asé un cordero para ellos en la sociedad...
Desde el portal de Mendi-Goikoa se divisa, allá abajo, en el valle, el techado de Etxebarri, el trasiego de vehículos de este local (3º en la lista The 50 Best) que recibe de 500 a 800 peticiones de reserva ¡diarias! y que no puede atender. Arginzoniz apenas sienta a 30 personas por servicio.
«Pienso en umami; en fermentar salsa de soja con proteína animal, en anchoas. He hecho salsa de jamón que sabe a dashi... Iré a Japón y traeré cerámicas y platos japoneses. Productos serán de aquí. Soy una persona crecida en Euskadi como japonés que vivo como vasco», resume Tetsuro al pie de este viejo Mendi-Goikoa, donde el silencio se oye.
La vida de Tetsuro es de novela. Fue monitor de esquí en Saporo (donde conoció a su esposa Naomi), vivía como un jipi, leía en la biblioteca de su pueblo libros de cocina nipona que no podía comprar y trabajaba en la izakaya (taberna) de su padre, Osechi, vendedor de cerámica de Kanasawa. «Él siempre cocinaba. Mi madre sólo hacía verdel marinado, humm. Siempre comíamos hablando de comida, como vascos». En la taberna, una noche, conoció a Masazumi Koyama, que trabajaba en el Alameda, hicieron buenas migas y se vino a Hondarribia de prácticas. No tenía dinero. No sabía dónde estaba España.
Se pagó el billete con lo que ganó como conejillo de Indias de un medicamento para el alzhéimer. «Me pasé quince días en cama. La primera noche en Madrid dormí sobre mi maleta, fuera de la estación porque mi autobús a San Sebastián se marchó. Sólo hablo japonés y no pude comprar billete. Me echaron a las 4 de la mañana. Vine con 500 €. Sentí ganas de llorar. Vi mucha gente sentada fuera, jugando a cartas y bebiendo, en camiseta. Me dio mucho miedo... ¡Eran taxistas! En Japón los taxistas llevan camisa y corbata», se asombra todavía.
Un día, Koyama le llevó a comer a Etxebarri y supo de inmediato que tenía que quedarse. «En Alameda había espumas, sifón... Víctor me ha sacado unas gambas, tan perfecto. Pensé 'la cocina debe ser así'». Al poco, llamó a Arginzoniz, que le contrató y le ayudó a establecerse y a obtener un visado de trabajo. Vivía en Abadiño y llegaba a trabajar en bicicleta. «Un día adorné con flores un plato de tomate. Víctor lo vio. 'Hay que poner menos chorradas y más tomate'. Víctor es así, más cabezón que japoneses».
El cocinero japonés que construye un templo del fuego en Anboto - El Correo
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