Los programas de Arguiñano y Subijana animaron a ser cocinero a este hombre que a los 16 ya trabajaba de camarero. Su mezcla de buen género y recetas de todo el mundo le ha asentado en el competitivo barrio del Ensanche
Hay algo de local improvisado, a medio hacer, en el Monocromo, el restaurante que Lázaro Carrasco (Bilbao, 1979) abrió hace casi tres años en la calle Heros, pero nada es lo que parece. Todo está bien pensado, es el final, por ahora, de un camino iniciado a los 16 años, cuando entró como camarero en la hostelería.
–¿Y eso?
–Mi madre era pescatera y me inculcó el trabajo duro. No tuve posibilidades de estudiar porque vengo de una familia humilde y a los 16 años me puse a trabajar: primero de camarero, aunque me fijaba en lo que hacían en las cocinas. Yo he crecido con Arguiñano, con Subijana, y quería ser cocinero. Con 11 años no quería una bicicleta, sino que le pedía a mi ama una batidora o que me grabara los programas de cocina de ETB...
–¿Y qué le gustaba?
–Verles trabajar, cómo picaban la verdura, y yo ensayaba en casa. Eran mis ídolos y ser camarero no era lo mío, así que decidí meterme en cocinas.
–Ni escuelas, ni nada...
–No, entré en un centro de iniciación profesional pero vi que sabía más. Y necesitaba trabajar. Echo de menos algún aprendizaje técnico, pero de eso te das cuenta más adelante, cuando tienes 25 años. Estudié por mi cuenta y tuve suerte de hacer stages, pero el valor de un cocinero no se mide por los sitios en los que ha estado, sino por cómo interpreta lo que ha aprendido.
–¿Cuándo cree que ha llegado el momento para ser el jefe de cocina?
–Siempre me he querido poner por mi cuenta, pero entre que tienes que trabajar o te vas a casar... vas aplazando la decisión. Te emperras en que necesitas dinero para iniciar un proyecto hasta que te das cuenta de que el conocimiento es más importante. Depende de las expectativas sobre el restaurante que quieres montar y yo me liberé de los egos cuando me di cuenta de que quería dar de comer a la gente con mi personalidad.
El cliente siempre tiene razón
–En Monocromo, ¿hace lo que le gusta, lo que le apetece comer...?
–Es una cocina diferenciadora, no rompedora, porque no hago ninguna extravagancia. Usamos ingredientes habituales pero de manera diferente. Ves un plato y sabes que es del Monocromo y conseguir que la gente vuelva es la hostia.
–Pero lo que hace no es lo que proyectó.
–La gente nos puso en su sitio. Queríamos abrir una vermutería que diera aperitivos, tapas, raciones, no un restaurante tradicional de primero, segundo... pero la gente empezó a reservar para comer.
–Algo más parecido a un local clásico.
–Claro, si la gente quiere eso se lo vamos a dar, porque vivimos de los clientes, de que se sientan a gusto y que vuelvan. Aquí cocino lo que comería, no tengo mochila, no me siento atado a nada. Si veo un ingrediente que me gusta lo combino con otros para ver si saben bien. A veces esa mochila te impide animarte a elaborar determinadas recetas.
–Es más libre.
–Al no tener escuela, unas bases cuadriculadas, he leído y estudiado mucho. Aduriz decía en un artículo que para aprender hay que desaprender y me dije «¡hostia!, si es lo que estoy haciendo yo».
Ventajas de ser pequeño
–¿Qué tal le ha ido durante la etapa de restricciones?
–Lo hemos llevado bien, porque tenemos un sitio chiquitín y se llenaba. Pero entiendo lo que sufren los que tienen comedores grandes y mucha plantilla. Nosotros, en lugar de achicar, apostamos por un género mejor, navajas, marisco gallego, gambas de Huelva, berberechos, begihandis de 800 gramos... género de coste más elevado porque la gente lo demandaba.
–Nos hemos liberado...
–La gente está con muchas ganas de marcha porque hemos estado dos años amarrados: salir, socializar, abrazarse, estar con sus amigos, queremos hacer borrón del mal año y eso es muy duro. Hay clientes que vienen con sus padres después de tanto tiempo sin poder estar con ellos.
–¿Y qué tal responde a su propuesta la gente mayor?
–Se atreve a todo; alguno puede quedarse un poco mosca al ver los platos, pero luego son los más agradecidos. Nosotros lo vemos desde la cocina y es la bomba. Somos un restaurante accesible, trabajamos con género que no tiene que envidiar de un estrella Michelin o un restaurante elitista para convertirlo en algo popular, con un precio medio de entre 30 y 35 euros. Popularizar esos ingredientes, como la presa ibérica de Joselito, quitarle ese cliché elitista, es la bomba.
Cambio de barrio
Lázaro Carrasco se hizo un nombre durante el tiempo que llevó la cocina de El Perro Chico, un clásico de la ciudad que llevaba cerrado y que fue reabierto por gente animosa que vio en el cocinero su alter ego en los fogones. «Fue liberador si estás acostumbrado a cocinas rígidas, en las que el día a día se convierte en algo pesado». Pero Carrasco quería montar su propio restaurante en un barrio diferente, menos condicionado por la fama. «Es una zona muy dura. Trabajas muy bien en verano pero en invierno se achica mucho; es un barrio conflictivo y cuando oscurece...». Ahora está a gusto en el Ensanche y descarta mudarse. «Quiero mejorar el aspecto del local. Prácticamente lo he montado yo con muebles de outlet, pintando el suelo o haciendo de electricista, y ahora que estamos creciendo quiero que los clientes se sientan mejor, más cómodos. Cambiar de zona o ir a un sitio más grande sería un error. Me gustaría verlo chulo, dedicarle un dinero que antes no tenía, dar un mejor servicio, hacer mejor lo de la cocina. Todo es mejorable, y cuando lo haya conseguido, trabajar un poquito menos».
Lázaro Carrasco, el niño que aprendió a ser cocinero con Arguiñano y ahora triunfa en el Ensanche - El Correo
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