Hace solo un año Mouad Lmadani, un marroquí de 20 años, firmaba su primer contrato podando vides en un pueblo perdido de Tarragona. Hoy, prepara aperitivos y postres en un restaurante de prestigio y se acaba de independizar. Mohamed Sadiki también se fue al campo a recoger frutos rojos en Huelva el año pasado y ahora trabaja media jornada en un obrador mientras termina la ESO. Sus vidas las cambió un papel y una frase estampada en él: “Autoriza a trabajar”.
Lmadani y Sadiki son dos de los 462 jóvenes inmigrantes que lograron un trabajo en el campo durante el primer estado de alarma. Las cosechas necesitaban manos y el Gobierno aprobó un real decreto para atraer trabajadores. Estaba destinado sobre todo a los parados, pero incluyó también a jóvenes extranjeros entre 18 y 21 años que llegaron solos a España siendo menores. Tenían permisos de residencia, pero no de trabajo y el campo permitió a la mayoría trabajar por primera vez de forma legal. En Lleida, Bizkaia, Cádiz y Tarragona se firmaron el grueso de los contratos, según datos facilitados por la Secretaría de Estado de Migraciones. La mayoría fueron de jóvenes marroquíes. En septiembre, se dieron instrucciones para que esos permisos temporales se prorrogasen dos años y se ampliasen a otros sectores.
La iniciativa, no obstante, benefició a muchos menos jóvenes de lo que el Gobierno pretendía porque ni las comunidades autónomas ni la mayoría de las ONG que apoyan a estos chavales se involucraron lo suficiente. Así lo constata el último informe del Defensor del Pueblo. “Resulta difícil de comprender que tan solo 450 jóvenes [dato no actualizado cuando se elaboró el documento] se hayan beneficiado de esta medida, tomando en consideración que a 31 de diciembre de 2020 eran casi 5.000 los menores dados de alta en el registro, nacidos en los años 2002 y 2003”, afirma el texto. A juicio del Defensor, deberían revisarse los programas que las comunidades, en colaboración con ONG, dedican a la inserción sociolaboral de estos jóvenes.
Aun con un impacto limitado, la medida ha permitido que siete de cada diez jóvenes que se marcharon recoger cosechas, un total de 316, hayan logrado encadenar contratos y enderezar sus futuros en otros sectores, según datos de la Seguridad Social. Algunos, como Abdelaziz Zerriouh, han vuelto al campo aunque a él lo que gustaría es ser carpintero. Otros han aprovechado sus permisos para trabajar en restaurantes, tiendas, mercados, empresas familiares o barcos. Otros tantos se han puesto a estudiar o continúan buscando un empleo.
Lmadani siempre había soñado con ser un buen cocinero de prestigio y L’Antic Molí, un restaurante tarraconense con una estrella Michelín, buscaba un joven con ganas de trabajar para hacer prácticas. Tras dos semanas como aprendiz, el restaurante le ofreció un contrato de un año. Lmadani no tuvo mucha suerte al principio porque llegó un segundo confinamiento y se pasó más de cuatro meses en ERTE (sin suficiente cotización para cobrarlo), pero volvió a la cocina poco antes de Semana Santa. “En aquel momento le contraté porque tenía que sustituir a uno de mis trabajadores rápidamente. No es siempre fácil porque no tenía experiencia, pero ahora que le veo trabajar lo volvería a elegir porque tiene muchas ganas”, explica su jefe Vicent Guimerá.
“Estoy bastante contento. La gente empieza desde abajo pero yo estoy ahora trabajando en un restaurante en un nivel que no me esperaba. Era mi sueño”, cuenta el joven por videollamada. “Hay días que trabajo muchas horas porque estamos preparando la nueva carta, pero ni me doy cuenta porque estoy muy a gusto”. Lmadani acaba de salir de un piso financiado por la Fundación Diagrama que trabaja en la transición a la vida adulta de estos jóvenes y ya es independiente. “Ha llegado la hora. Ya estoy trabajando y hay otras personas que necesitan este recurso más que yo”, explica.
“Sin esa oportunidad no sé qué sería ahora de mi vida”, cuenta Sadiki, otro marroquí de 20 años que llegó en patera hace tres años a Algeciras (Cádiz). Cuando terminó la temporada de la fresa el año pasado, Sadiki recaló en Sevilla donde enlazó trabajos pagados en negro. En octubre encontró una habitación en un piso en Madrid de la ONG Pueblos Unidos de la Fundación San Juan del Castillo. “Me puse a estudiar ESO a distancia y en diciembre un panadero me contrató para hacer roscones de Reyes”, explica. “Tenía un contrato real, nada que ver con las chapuzas de Sevilla”. Al mes y medio se quedó en el paro, pero tres meses después, entró a trabajar en otro obrador gracias a su antiguo empleador. “Trabajo cinco horas y el resto estudio. Mucho de lo que gano se lo envío a mi familia. Quiero quedarme en Madrid y después de la ESO veré qué me pongo a estudiar”, cuenta.
Michel Bustillo, responsable de la ONG Voluntarios por Otro Mundo, logró colocar a más de un centenar de jóvenes en los campos de fresas. Bustillo celebra la medida pero señala que más allá de los cambios administrativos, aún es necesario cambiar el enfoque para garantizar la inclusión de los jóvenes extutelados. “Si no nos ocupamos de su formación tendremos a un montón de personas con papeles, con trabajos poco cualificados, explotados y viviendo como okupas porque el dinero que ganan se lo tienen que enviar a sus familias”, sostiene.
De temporero a cocinero de un restaurante con estrella Michelin - EL PAÍS
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