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Sunday, April 11, 2021

El cocinero - El Cordillerano

Adalberto Baeza, era hijo de un español llegado a Chile, radicado en Valdivia, allá por 1870. El joven Adalberto consiguió trabajo en un astillero y participó en la construcción y posterior traslado del vapor Cóndor, por la ruta de los lagos, hasta lo que era aquella aldea llamada San Carlos, a orillas del lago Nahuel Huapi. El vapor se trasladó  a través de la cordillera, desarmado, llevado en carros y embarcaciones hasta Puerto Blest, en donde se armó y se produjo la botadura. El joven consiguió trabajo en la zona de Correntoso, en la estancia de una gente que explotaba la madera y además criaba ganado. Había adquirido la habilidad de la cocina, heredada de su madre, que era cocinera en una casa de los propietarios de unos fundos, en Valdivia. Cuando atravesaban la cordillera transportando el vapor Cóndor, se ofreció a colaborar con el cocinero y allí terminó de especializarse.

Aquella mañana le resultó familiar el sonido del potente silbato del vapor, anunciando su llegada a la bahía. Junto con Philippe, un francés con el que se habían conocido en el establecimiento, se hicieron al lago en un bote, para acercarse al Cóndor, a descargar la mercadería que estaban esperando. El joven francés era un trotamundos que había llegado al establecimiento para participar de alguno de los arreos que solían cruzar a Chile, internándose por el brazo Machete. Mientras llegaba el momento hacía las veces de mayordomo; además del francés, también hablaba algo de alemán e inglés. En los veranos solían llegar visitantes que se alojaban en unas cabañas dispuestas a tal fin. Era el mes de febrero y se aprestaban a llevar trescientos bovinos que debían arrear hasta un fundo cercano, del otro lado de la cordillera. El 17 de febrero partieron, con las primeras luces del día; una docena de jinetes y Adalberto con el carro cargado con comestibles y elementos de cocina. Era muy pintoresco ver las ollas, sartenes, cucharones y parrillas colgando por las barandas. El plan marcaba que día por medio armarían campamento para descansar, allí el cocinero debía disponer todo y cocinar algo elaborado. Los demás días, se carneaba un animal y se asaba a la noche, durante el día se hacía un alto en los sesteos para armar ronda de mate y galleta. A la tercer jornada de marcha  llegaron a un claro del bosque, donde cruzaba un río. Cepeda, el jefe del arreo, le ordenó a la gente que prepararan el campamento. Como era media tarde y el calor apretaba, la mayoría buscó lugar en el bosque, dejando el claro para que pastaran los animales. Adalberto, ayudado por Philippe, armó la cocina. Las barandas del carro se bajaban y, apoyadas sobre unos caballetes, servían de mesada, donde preparaban los alimentos para cocinar en el fogón. Sobre las llamas pusieron un trípode en el cual colgaron una olla, en la que pronto comenzarían a hervir las verduras para el puchero que iba a estar listo para las nueve de la noche. Algunos arrieros fueron hasta el río a lavarse, otros armaron ronda de mate y truco mientras esperaban la comida. Cenaron todos alrededor del fuego, bajo las estrellas de una noche despejada, todos se dispusieron a preparar su sitio para descansar. El cocinero y su ayudante decidieron dejar todo como estaba y lavar los elementos por la mañana; mientras la gente se preparaba y juntaba el arreo tendrían tiempo para hacerlo. Se desparramaron por el lugar, tendidos sobre el recado, tapados con mantas. Adalberto dormía en el carro. Corría los bultos y bolsas a los costados y tendía su cama en el centro. Philippe, las noches anteriores lo hizo debajo del carro, pero esa noche decidió hacerlo más alejado, por el ruido del agua.

Adalberto no supo qué hora era cuando todo sucedió. Los hechos se precipitaron como el agua de ese río que pasaba junto al carro. Lo despertó (en realidad a todos) el ladrido de los perros, que parecían haberse puesto de acuerdo para hacerlo, gruñían y parecían atropellar a alguien, todos hacia el mismo sitio. Casi en el mismo instante sintió el tropel de caballos y el balerío de las ovejas espantadas. Oyó unos disparos y rápidamente se dio cuenta de que los atacaban. Eran los temibles cuatreros de los que Cepeda tanto temía al salir de Correntoso, por eso cargó un par de rifles. Adalberto se arrastró dentro del carro para espiar por alguna hendija y evaluar la situación. En realidad se sentía totalmente vulnerable y desprotegido dentro del carro. Pensó en saltar y perderse en el bosque, amparado por la noche. En el mismo instante en que oyó el sonido de una bala al impactar en un sartén, impulsado por el proyectil, le dio en la frente. Fue un milagro. El viejo sartén le salvó la vida. Cerró los ojos y saltó del carro, al caer al piso tropezó, primero gateó y luego corrió internándose en el bosque.

Adalberto se deslizó a ras del piso hasta donde había visto acostarse a Philippe. Lo llamó, pero el francés no contestó, se asomó y vio que el recado estaba vacío; se dio cuenta de que había huido. Alcanzó a ver que algunos de los bandidos habían desparramado la majada y arreaban lo que podían hacia el cerro, otros dos galopaban en dirección a donde estaba Salazar, que les disparaba con el rifle, Riquelme hacía lo propio desde otro costado. A Adalberto esos jinetes le parecían fantasmas, con sus sombras estiradas en el suelo, recortadas por la luz de la luna. Miró para atrás y decidió correr. A unos doscientos metros había un brazo del río, hacia allí fue. No tuvo tiempo de calzarse las botas cuando saltó del carro, pero sí llevaba puestas las medias de lana, eso le amortiguaba un poco el contacto con el suelo. Se metió en el agua que estaba helada, se le entrecortó la respiración y jadeó, el frío era como puñales que se le clavaban por todo el cuerpo sumergido. Se acurrucó en un socavado que la corriente había hecho en las raíces de unos árboles grandes, ellos y la oscuridad lo mantendrían a salvo. Por momentos le pareció que su corazón imitaba el caracoleo de los caballos sobre la tierra, tenía la boca reseca y las sienes le punzaban. Trató de hacerse lo más pequeño posible, hundiendo la cabeza entre los hombros y mirando hacia abajo, donde el agua  pasaba veloz, ajena a todo el terror que le recorría la sangre al joven cocinero. Sintió que cesaron los disparos y los gritos, no pudo calcular el tiempo transcurrido, si fueron minutos le parecieron horas. Se oyeron un par de disparos a lo lejos, como hechos al aire o vaya a saber a qué cosa, pero lo importante era que se alejaban. Decidió quedarse un rato más allí, hasta estar seguro de que aquella gente se había alejado. Comenzaba a aclarar.

Fueron acercándose a donde estaba el fogón. Cuando Adalberto intentó moverse comprobó que sus piernas no le respondían, estaba entumido. Se soltó de la rama de la que estaba agarrado y el agua lo llevó unos metros hacia abajo. En un claro logró arrastrarse por las piedras, en las que saltaba el agua y llegó a la orilla. Vio que sangraba de una de sus rodillas, a través de la bombacha rota, desgarrada, le pareció raro no sentir dolor. Alcanzó a ver a Philippe que se bajaba de un árbol cercano al carro. Caminó con esfuerzo hacia sus compañeros.

Alrededor de las llamas corrió el mate y la ginebra, cada uno fue comentando sus vivencias. Adalberto sentía un dolor muy fuerte donde  le sangrara la rodilla; el frío lo había anestesiado, intuyó que al arrastrarlo el agua había golpeado contra alguna piedra.

Cerca del mediodía terminaron de juntar las pocas ovejas que habían quedado y se dispusieron a regresar. Ya no tenía sentido continuar.

Poco tiempo después, Adalberto se estableció en San Carlos. Probó suerte en una panadería de un alemán llegado hacía un tiempo, también como empleado en un almacén de ramos generales. Phillippe vivió un tiempo con él, en una pensión, luego partió a Chile, donde una valdiviana puso fin a sus ansias de mundo y lo aquerenció en un tambo.

Dos años después del incidente, en noviembre, Adalberto abrió una fonda, donde cocinaba y atendía a sus clientes. Un lugar modesto que le permitió independizarse y vivir de lo que mejor sabía hacer y le gustaba. Quienes se acercaban allí y conversaban con él, lograban entender el porqué del nombre del local: El sartén milagroso.

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