Cerró Gapasai, un restaurante de culto en la Argentina, para abrir un puesto de cocina descontracturada, popular y sencilla en un rincón de las sierras de Córdoba. La filosofía es la misma: apostar a la sustentabilidad, defender el bosque nativo y brindar comida de calidad.
“Gapasai era el mejor restaurante que yo podría haber hecho y cuando lo cumplí, después de tanta presión y de esfuerzo, lo cerré con un moño. Cumplió su ciclo. Sí, ciclos. ¿Si la gente me reclama? Sí, pero siempre hice lo que quise. Cuando lo iba a abrir me dijeron que estaba completamente loco”. De esta manera, Santiago Blondel (40) –el premiado cocinero nacido en Bariloche y cordobés por adopción–, cuenta por qué cerró en 2020 uno de los restaurantes con mayor crecimiento de la Argentina, que nació casi como un secreto en 2007, en la pintoresca localidad de La Cumbre, en las sierras de Córdoba y para cuando cerró, 13 años después, estaba en boca de todos los referentes del sector.
En el mismo momento que Gapasai comenzaba a pasar a la historia, Santiago y su hermana y socia, Inés, abrían un chiringuito de autor, con platos sencillos, rápidos y de calidad, frente al dique San Jerónimo, la primera represa sudamericana con paredón con forma de arco, donde confluyen los arroyos El Peral y Los Berros.
Cambió la alta cocina por un puesto de comidas (eso sí, bien puesto), entre bosques de pinos y el monte autóctono.
Cuando Gapasai bajó las persianas, la pandemia del Covid-19 ya rondaba en la Argentina. Pero el virus no fue la causa del cierre. Blondel sentía que había llegado el momento de otra cosa. “Llevé a Gapasai al punto que quise y lo cerré”, remarca.
En octubre de 2019 –cuenta– ya tenía pensado darle fin en marzo a ese proyecto único. “Hice esa temporada, me saturé del estrés porque al mismo tiempo abrí DiqueSí. Trabajaba acá (en el chiringuito) desde el mediodía hasta las ocho de la noche, bajaba, me ponía la chaqueta y ya había gente comiendo en Gapasai. Terminaba a las 2 de la mañana. Al final dije: ‘¿Para qué? Soy la única persona estresada en La Cumbre, me parece’”, sonríe Blondel.
El famoso Gapasai había convertido a Santiago Blondel en una marca de renombre. “Se acerca gente interesada en la filosofía que se trasladó de Gapasai a un lugar de comida sencilla, familiar, mucho más popular, donde hacemos buena caja, donde no tenemos tantos gastos, tampoco estrés y locura, donde puedo delegar mucho más”, explica Santiago.
Fue un plato exquisito, con productos nacidos en las sierras, unido a su militancia por la permacultura, el que lo hizo acreedor hace dos años del premio Barón B, una iniciativa que destaca cada año los mejores proyectos gastronómicos integrales del país, por su excelencia y visión transformadora.
El galardón fue para un crudo (“acevichado”) de tararira marinado en suico con camarones del río Quilpo condimentado con quitucho, un pequeño pimiento local algo picante, y servido con palta y berro.
“La idea en DiqueSí es también apoyar a los productores de la zona, que son pocos. Ellos pueden crecer y otros, contagiarse. Eso está pasando. Antes había un productor de frambuesas ahora hay dos. Había uno de quesos, ahora hay tres”, detalla. Gapasai tardó siete años en realizar todos sus platos con mercadería local. DiqueSí lleva dos temporadas.
La intención es vivir en armonía con el ambiente. O, al menos, intentarlo. En la parrilla del chiringuito se quema olivo, en vez de bosque nativo; se recicla el aceite de las freidoras para transformarlo en combustible y se recolecta agua de vertiente.
“Acá no entra Coca Cola, vendemos jugo de naranja, limonada y agua. Si toda la plata que entra y que se inyecta en este lugar, se la doy a Coca Cola es una fuga de capital. ¿Qué sentido tiene que la economía que podría ser regional, sea de entrada y de salida, y se la queden unos pocos? Yo le compro al verdulero la naranja, que no se produce acá, pero la plata del verdulero sí se queda acá. Además, le pago a una persona para que todos los días haga litros de jugo de naranja. Si le compro a Coca Cola, esa persona no estaría trabajando aquí. Son pequeños granitos de arena”, opina Blondel.
Santiago nació en Bariloche, se crio en Buenos Aires y vacacionó siempre en La Cumbre.
A los 18 trabajó de camarero en Pepino, la famosa hamburguesería de Martínez, en provincia de Buenos Aires, y luego fue mozo en España. ¿Su objetivo? Viajar por el mundo.
De regreso a la Argentina ingresó en la cocina de O’Farrell, hasta que regresó a Barcelona, y se anotó en Hofmann, un restaurante-escuela con estrella Michelin.
Después de siete años voló a Australia y, en 2007, retornó a La Cumbre. A los 27, y junto a dos de sus hermanos, dio a luz a Gapasai, un proyecto audaz, ubicado lejos de una capital de provincia, en un pueblo, alejado del centro y que trabajaba sólo con reservas. “Lo hice, hice lo que quise y cuando logré mi objetivo, lo cerré”, resume.
El restaurante se levantó en el playroom de la vivienda proyectada por su madre arquitecta, tiempo atrás, junto a una posada, con la intención de que sus cuatro hijos –Gastón, Pablo, Santiago e Inés (de ahí viene “Gapasai”)– siguieran vacacionando en La Cumbre, como lo habían hecho varias generaciones de la familia.
“Esa parte de la casa quedó en ladrillo y cemento y cuando volví de Australia pensé: ‘qué tal si pongo un restaurante en este espacio vacío’. Tenía salida de humo para una chimenea, con una vista alucinante del valle de Punilla”, cuenta Blondel.
Lo pensó y lo hizo. Durante nueve meses trabajó de albañil y montó el restaurante. “Puse cada azulejo, cada baldosa, hice las mesas. Con mi hermana hicimos las servilletas, las cortinas; los individuales, con mi vieja. Apostamos por una cocina de entorno y alta cocina”, recuerda. La cocina regional en la zona no existía ni había proveedores locales.
De a poco fue conociendo la algarroba, el chañar, el mistol, descubriendo las bondades de hierbas y compenetrándose con la problemática del bosque nativo. En la provincia de Córdoba sólo sobrevive un 3% de los 12 millones de hectáreas que había a principios del siglo XX.
“Eso me fue dando cada vez más conciencia de qué es lo que consumimos y cómo arrasamos todo lo demás y perdemos identidad. Hacemos asados y negocios inmobiliarios porque al bosque nativo nadie lo ve”, dice Santiago.
Con esta ideología, Gapasai fue creciendo casi sin publicidad. “En los últimos tres años me puse el objetivo de darlo a conocer porque antes no quería saber nada con la prensa ni con el mundo farandulero ni con lobbies, ni con ir a Córdoba Capital o a Buenos Aires. Yo quería vivir en La Cumbre, tranquilo. Pero la gente me decía: ‘tenés un restaurante europeo que podría estar en Nueva York y en La Cumbre nadie lo conoce’”, relata Blondel.
Salió del ostracismo y saltó a la fama por su calidad, originalidad y diseño. Gapasai ofrecía un menú de degustación de nueve pasos, que representaba los ciclos de la naturaleza en el entorno serrano. Difundía el bosque nativo a través de un plato de comida.
“Ese era el menú conceptual que reventó la cabeza de muchos. Vino gente en helicóptero o en avión, viajando de todas partes, para comer. Fue una cosa muy grande a nivel gastronómico nacional, en un lugar así, perdido en el medio de la nada”, relata Blondel.
Una cena costaba 75 dólares. Todo era diseño (el plato de río se servía sobre una piedra, por ejemplo), con una bodega impresionante y servicio de sala especial. Cada comensal se llevaba por escrito el menú con su nombre y souvenirs con las hierbas utilizadas en los platos.
El chiringuito DiqueSí está ubicado en un antiguo estacionamiento en un predio que alquilan al municipio, a pocos kilómetros de La Cumbre, al final de un trayecto agreste de tierra, que cruza el Camino de los Artesanos.
Si en la cocina de alta gama de Gapasai, los Blondel se instalaron en el mapa de la mejor gastronomía argentina, la apuesta en este rincón natural es ofrecer una cocina descontracturada y con productos frescos.
“Hacemos una gastronomía súper sencilla, diez platos a la leña. No hay señal de internet, no ponemos música, no invadimos y hacemos un lugar donde te sentás, escuchás a los pájaros, ves una vista alucinante y te comés alguito. Eso es fantástico”, resume Blondel.
En la barra, con columnas de hierro, chapas rústicas y madera, cerca del horno de barro y una enorme parrilla, la vida gira al ritmo de los pedidos, que comienzan a marchar al mediodía y hasta la puesta del sol.
El menú es simple pero con un toque exquisito, en el que se advierten manos acostumbradas a la alta cocina.
Se recomiendan los huevos rancheros con sofrito de ajo y picante, las empanadas de osobuco o de cebolla y queso de cabra, la provoleta con hierbas y tomates confitados, el sándwich vegetal con pan de pita y vegetales asados y queso azul.
Las hamburguesas, el pejerrey frito con mayonesa picante, el pancho parrillero con lluvia de salsa criolla y, en especial, la ensalada DiqueSí, hecha casi por completo con productos de la zona. Se trata de un mix de hojas verdes, tomates confitados orgánicos de La Cumbre, frutos rojos (lo único que no es local), queso de cabra de Alquería Santa Olalla, vinagreta de suico con miel de San Esteban y vinagrillo, un trébol de flor amarilla con sabor a vinagre.
Se ofrecen cuatro postres: uno con chocolate, dulce de leche y salsa de frutos rojos (ChocoSí); frasco campo alto, con masa partida, helado de crema, frutos rojos y menta; naranjas asadas con helado de cedrón y romero y tarta de manzanas.
La carta es una comanda que completa cada cliente con su pedido. De allí, a la cocina y, luego, a la caja. Todo se puede degustar en la terraza, que es el balcón a la naturaleza, frente al galpón reciclado (antiguo obrador del dique) también con mesas y vistas, donde se come en invierno o en días de lluvia.
El chiringuito tiene capacidad para 100 personas, y en una jornada llegan a hacer entre 300 y 400 cubiertos.
Si hay demora, el bosque es la sala de espera: hay binoculares para avistar pájaros y un librito sobre aves.
¿Qué busca la gente? “Hay un montón que busca sacarse la foto para Instagram; otros estar en un lugar hermoso; otros, ‘morfarse’ una hamburguesa o disfrutar con la familia, pasear. Uno pone una propuesta, luego la gente elige”, piensa Blondel.
La sensación es que la desconexión se está convirtiendo en un valor, igual que las experiencias nuevas. “Acá no hay wifi, estás mirando la naturaleza. No hay música, entonces la gente habla más bajito y se escucha más. Va un poquito por ahí”, remarca Santiago, y cuenta que el nombre DiqueSi decantó solo.
“Nunca se pudo hacer nada en este predio, pero ahora sí. Así que, DiqueSi. En un mundo con tantos no, que el mensaje sea que sí”, concluye.
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